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JOSEFINA

I

El lugar está inundado de olor a cebolla. Hay tomates, papas, cilantro, perejil y gente que camina, corre y grita de un lado al otro. Todas las mujeres son robustas, a excepción de una anciana que vende maíz. La vejez ya la redujo a una entidad encorvada y silenciosa. Si acercamos la mirada, veremos cómo hay algo extraño entre las canastas que ella tiene ante sí. Ella misma no lo ha descubierto, pero en cuanto vea un dedo índice camuflado entre las mazorcas, gritará de espanto, persignándose y buscando apresurada alguna oración que la salve. Algo similar ocurrirá con las vendedoras de los otros puestos, cuando encuentren orejas, cabello, ojos escondidos entre la papa. Ver gusanos moviéndose entre las legumbres ya es algo común, pero esto es sencillamente inaudito.

 

II

Los dedos de Josefina han perdido toda la suavidad y delicadeza con que nacieron. Los costales, guacales y carretas los volvieron así: gruesos y deformes, la piel cuarteada de tanta resequedad. Tampoco las mejillas se salvan de las heladas: tienen un color morado oscuro, similar al del saco que tiene puesto hoy. La noche y parte de la mañana se le irán en cargar mercancía: fruta, arroz, papa, panela, lo que le encargue don Henry, el mayorista. Hace seis años que trabaja para él. El hombre, sentado ante la mesa cubierta por un mantel de plástico verde con dibujos de duraznos y fresas, despacha un plato de cuchuco. En él sobresale un pedazo de cuerpo deforme, que chupa hasta desocuparlo. Se limpia la boca con el puño de la camisa y se dispone a recibir el plato de rellena, chorizo y papa criolla. Mientras lo sirven, se toma una Póker. Son las diez y media de la mañana, fin de la jornada de trabajo, comienzo de la jartera. Cuando el alcohol empiece a hacer su efecto, Josefina ya no estará en la plaza. Preparará carne con mazorca para su hija. Mientras la madre llena la cocina de un delicioso olor a guiso de cebolla y tomate, la niña juega con su muñeca de plástico. Le quita las piernas, los brazos, la cabeza, la vuelve a armar y le pone su vestido azul. La desarma de nuevo, intenta poner los brazos en donde van las piernas, la cabeza rueda debajo del sofá. Ya está servido el almuerzo. Josefina no duerme. Podría hacerlo en este fragmento del día en el que ya almorzaron, lavó la loza y los moscos se golpean con el sol de la ventana. Pero el cuerpo, privado del descanso de la noche, protesta quedándose en un sopor extraño, un limbo que no es sueño pero tampoco vigilia. Escucha al televisor: En otras noticias las autoridades en el departamento del Cesar investigan la muerte de Angélica Bello, una reconocida defensora de los derechos humanos que habría sufrido en carne propia las atrocidades de la violencia en el país. Josefina prepara la masa que utilizará para las empanadas que tiene contratadas en el Jardín donde estudia la niña. Mezcla con las manos harina de trigo, azúcar, sal, aceite, agua, hasta formar una pelota deforme el fin de semana apareció muerta en su casa, según las autoridades por un aparente suicidio. Josefina apaga el televisor –un aparente suicidio- repite en voz alta. Mientras amasa la pelota, va recordando las mañas de Don Henry. –Usted aquí tiene buen trabajito y es mejor que lo conserve- le dice mostrándole los pocos dientes que le quedan. Todavía siente sus manos contaminándole la piel, el aliento hediondo le impide respirar. El primer puño en la cara la deja aturdida, don Henry tiene las manos grandes y pesadas como panelas. Con el segundo, pierde el conocimiento. Cuando despierta en el cuartucho oscuro entre costales de papa, sabe que de nuevo la ha violado. Aprieta la masa con rabia. Cuando está lista, es hora de moler la carne. Va poniéndola por trozos en el molino, gira la manivela y mira cómo va cayendo entre la taza, convertida en hilachas como gusanos. Cuando ya el aceite la ha vuelto una masa compacta, arma las empanadas, las frita y alista para salir hacia el jardín infantil con su hija.

III

Ya es costumbre ver gusanos entre las legumbres, pero esa carne que sobresale de los dedos es muy desagradable, los ojos siguen mirando a todo el que pasa por ahí. 50 Hay muchas canastas volcadas. Pepinos, repollos, manzanas, mango, uvas, tierra, orejas. Las mujeres se sobreponen al terror, deben encontrar el resto del cuerpo, es lo que les han dicho. Encuentran piernas, dedos de los pies, torso. Al final encuentran un gusano más grande y consistente que los otros. Con eso completan el rompecabezas.

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